jueves, 2 de abril de 2009

Niño que educa a otros niños

Decía Fernando Arrabal que el fanatismo que más debemos temer es el que tiende a parecer tolerancia. No quiero agitar mucho la cita, porque para qué más, si ya viene con su lacito y todo, pero sí pretendía dejar constancia de que cuanto más viejo, más tonto. E intolerante, añado tarde, ya que quizá es por dónde debí empezar: refiriéndome. Vamos, que no entiendo cómo puede uno pasarse media vida adherido a algo como Watchmen, y balizar tu vida en función de que la cajera del super abreve ahora en el mismo charco (proteínico, no lo niego) en que tú lo hiciste hace como dos décadas (cuando estabas en edad; hablando en plata). Será tontería mía, insisto, pero por ahí han ido mis últimos barruntes: despiojándome de algunas de las tolerancias señeras de mi generación, igual que el viento y la polución acaban por desvanecer los mensajes de esa pegatina, nunca renovada, del vehículo anuncio condenado, merced a un añejo contrato, a vagar por las calles difundiendo slogans de cierta mercadería perenne, y casi seguro que ultramarina.

Dándome perfecta cuenta de que mis garabatos rara vez apuntan más allá del vuelaplumeo sin amperios, ni calado, ni encarte de posterioridad, abro la escotilla y cazo datos como el de la salida de una catedralicia compilación en dos volúmenes del teatro del arriba mentado. Y noto un asomo de congoja al comprobar que en absoluto me veo apresurado a adquirirla, ya que, bien lo sé, el remolino en donde habito, tan de fontanería catódica, apenas ofrece claros en los que depositar, con justicia, lecturas así, tan necesitadas de continuidad, reposo, digestión... Y rebuzno, y salto a Peter Hammill, a Scott Walker, a Marc Almond (ruta conspicua, quizás la única lícita). Y razono que, como snob que soy, y testigo, que me siento, apenas entiendo al común más allá del instante mismo en que actúa por impulso, y a la contra de ese pinchazo tumoral que llevo toda mi experiencia intentando fintar: el sopor ahí arriba.

En pugna contra dicha erupción comprendo, y hasta justifico, actos (hablo de cultura, es obvio) cuya lógica y procesos, en principio, no podrían resultarme más ajenos. Tan fugaz concilio con el rebaño, por un lado, y con la sociopatía, por otro, siempre brota cuando el tedio se erige en meollo de la cuestión; ya sea antesala de la barbarie o del ridículo, causa de conflicto o mero pie de página de tanta pernicia diplomática. Y, ahora ya sí que sí, el resto del tiempo se me va en refunfuñar.

No hay comentarios: