sábado, 21 de febrero de 2009

Gigantes y cabezudos

Pésimo desayuno y postrimerías. Lo intento a veces, palabra, pero el factor social no se me acaba de acoplar como debería, y tras una noche condenada de antemano a disfuncionar, siempre llego aquí, desorientado, enfadica, intentando encontrar algo de calor y dirección en el Aria Da Capo de Bach, cortesía de Glenn Gould en sus Variaciones Goldberg (visión abismal, por supuesto, la del 81, no la saltarina y pizpiperfecta grabada por el joven prodigio en el 55). Ayer fue carnaval o algo así, pero hoy sólo evoco un pequeño Lepanto asincrónico con escalas en un Hamlet semiacuático, una Blanca Portillo en bolas, y referencias, incomprensibles para mí, a la "propuesta del director". Otra cosa que tampoco entiendo, ni quiero, es que haya gente que entre Barenboim y Gould, opte por el primero. A mí que me crujan la víscera antes que me regalen el tímpano. En el bonaerense vislumbro el aseo de la espalda recta y el botón último de la camisa, el donaire de un señor que sabe demasiado bien lo que hacer para levitar, un alto funcionario de la belleza. Y lo digo desde el orgullo de mis orejas de alcornoque. Si no existieran Goulds, pues vale... nos aferraríamos a los Barenboims, y tan felices todos. Pero desde el momento en que las Goldberg del 81 le descoyuntan a uno sus certezas, no queda otra que aceptar la existencia de algo más allá de lo perfecto. Ahora que cada cual juzgue si de su búsqueda es mejor hacer periplo, obligación o sacerdocio. O terminar agostado, claro; igual que yo anoche.

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