Van a por nosotros

Ya en la meta, encorvado, con las canillas marrones fusiladas de aliento vahoso, un juez se aproximó y, tras la proverbial enhorabuena, algo reclamó su atención desde mi camiseta. Perplejo, sentí el contacto de sus dedos, investidos de reglada objetividad, describiendo un itinerario semejante al que, previamente a la galopada colectiva, efectuaron los de ella. Y, de seguido, tras retirar su mano de mi lomo de galgo no sólo exhausto sino, como ya empezaba a lamentar, también iluso, y cretino hasta el rubor, el colegiado, ahora con bigote y fuelle expectorante, de atletismo dominguero, hirsuto y legañoso, dictaminó: “A poco no te eliminan, chico... ¡Que llevabas flojo el dorsal!”. Entonces, reinterpreté el sentido de aquella caricia combustible, toque mágico que creí procedente de un mundo adulto, femenino e internacional; mimo espureo, aunque capaz durante dos vueltas de hacerme sentir todo un Banacek de tergal; lisonja que nunca fue tal y cuyo fundamento, según todo parecía apuntar ahora, tampoco fue el que con tanta candidez había usado como motor en el avance, y arma secreta de un triunfo, que, además de ser el último, simultaneamente, constituiría mi primer chasco iniciático.
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