lunes, 23 de marzo de 2009

Las sogas vocales

El recuerdo infantil que con más nitidez guardo de mi abuela paterna (escueta, huesuda y cerúlea, según aprendí por las fotos) consiste en la imagen de sus manos, ya por entonces poco menos que inservibles, tratando sin fortuna de pelar una ciruela claudia, con pulso sísmico y dedos cruelmente retorcidos por culpa de la artritis. Dominga se llamaba; cosas de la época.

Puntualmente suspendidas sobre el teclado, ahora, al conceder una mirada a estas minúsculas zarpas con las que desde siempre me he ganado la vida (mira que habré oído veces eso de “tienes manos de señorito”), asumo que contemplo lo mismo que Dominga vería a mi edad: unos arbolillos flacos, dispuestos mediante patrones algo asimétricos y apreciablemente escorados ya hacía ambos flancos. ¿Cómo escribiré cuándo más allá de las muñecas apenas albergue un racimo de sarmientos trémulos e ingobernables? ¿Habrá entonces un crío que observe a su terco abuelo litigar con las letras cual herrero tullido que, tenaz, soberbio, se resiste a dejar huérfanos a aquellos que tiempo atrás fueron los pesados instrumentos de su oficio? Que envejezco, sí, mientras las manos se me enroscan y las entrañas para qué contar.

2 comentarios:

El Miope Muñoz dijo...

Le veo más desnudo que imbécil, Don Koniec. Pero vamos, que Proust está ahí y nos tutela.

Anónimo dijo...

No soy yo aquel anacoreta, aunque desde aquí se le aprecia en extremo. A él y a sus frases. Y a las suyas también, joven Singer, que ahí está su Rincón, a la diestra, en una vertical donde caben muy pocas bromas.